Mi relación con Ángela comenzó a fraguarse en las clases de anatomía a las que asistía, de las cuales ella era mi profesora, en la facultad de medicina a la que asistía. Morena, ojos azules, una edad que rondaba los 36 años, y sobre todo la bata blanca de la que nunca se desprendía y que a mí me volvía loco, todo esto fue suficiente para que quedara prendado de ella en cuanto la vi.
Todas sus explicaciones las acompañaba con una sonrisa maliciosa que parecía decir: <y esto es sólo la punta del iceberg>. Una casi imperceptible actitud de prepotencia hacía concebir a quien la escuchaba que sabía mucho más sobre los temas que explicaba, como si ocultara algo que la humanidad sólo debía saber en el momento oportuno, y que ella no estaba dispuesta a desvelar hasta entonces.
De todos era sabido que Ángela era soltera, y circulaba el rumor —al que yo no daba ningún crédito, aunque la realidad habría de poner en evidencia mi incredulidad— de que era ninfómana. Sea como fuere, la consideraba completamente inalcanzable, a pesar de que mi amor por ella aumentaba en un grado cada vez que la veía.
Cierto día, en medio de una de las clases, mientras estaba imbuido en el papel que tenía delante, ya que me encontraba en medio un examen, comprobé que en uno de sus constantes paseos se detuvo a mi lado.
Mi única preocupación entonces era que no se hubiera dado cuenta de la chuleta que acababa de sacar del bolsillo de mi pantalón, ocultándola precipitadamente al sentir su presencia. Estoy seguro de que la había visto, y yo no dejaba de sudar, haciendo que mi culpa transpirara por todos los poros de mi piel.
Pasaron casi dos minutos en esta situación cuando, en el colmo de mi asombro, vi cómo Ángela acercaba su cabeza a mi oído y me susurraba lo siguiente: <que no se vuelva a repetir>. Mientras intentaba recuperarme del shock, sonó el timbre y descubrí con horror que se había acabado el tiempo del examen, sin haber respondido ni a la mitad de las preguntas, por lo que me consideraba irremisiblemente suspenso. Pasaron unos días, y fui a ver las notas al tablón de anuncios, más movido por la costumbre que por un interés real, y cuál no fue mi sorpresa al descubrir que en mi casilla figuraban dos cifras.
Después de esto, no me quedó la menor sospecha de que Ángela quería algo de mí. Sin embargo, no conseguía reunir el valor suficiente para ir a hablar con ella, por lo que fue un alivio el que ella se me acercara al día siguiente, en uno de los descansos entre clases, y me hiciera un gesto para que la siguiese, de forma tan imperceptible que ninguno de los que me acompañaba pareció darse cuenta.
Así que, sigilosamente, me escabullí de mis compañeros —lo cual no me resultó difícil— y me dispuse a seguirla disimuladamente. De vez en cuando ella giraba la cabeza para cerciorarse de mi presencia, con lo cual mi excitación iba en aumento, llegando al punto de que empecé a notar con preocupación que mi miembro quería adelantarse a lo que sin duda sucedería en cuanto Ángela y yo estuviésemos solos… Y, afortunadamente, no tuvo que esperar mucho, ya que, al abrir una puerta y entrar en un pasillo que estaba desierto y en el que yo nunca había estado, me dijo en voz baja: <ya falta poco>.
Al final del pasillo había una puerta y detrás de ella una enorme sala repleta de camillas y de utensilios para operar que yo no había visto nunca. <No sabes cuánto tiempo deseé que llegara este momento>, dijo ansiosamente, y acto seguido se quito la bata blanca, y yo me quedé petrificado al comprobar que debajo de ella no llevaba absolutamente nada.
Creí que estaba soñando, y, temiendo despertar, me acerqué a ella y la rodeé entre mis brazos, prodigándole besos por todo el cuerpo, desde la frente a los pies, pasando por sus húmedos labios, su terso cuello, sus enhiestos senos, su elástico vientre y su deliciosa vulva. Ella se dejaba hacer, como si fuera un juguete entre mis manos. La levanté con mis brazos y la conduje a una de las camillas, sin poder refrenar la pasión que inflamaba todo mi ser y que sólo aquel ser angelical podía apagar.
La posé con suavidad sobre la camilla y abrí aquellas piernas sedosas como si fueran las puertas de dos hojas tras las cuales se ocultara un tesoro de inapreciable valor. Aproximé lentamente mis labios hacia su entrepierna y empecé a lamer, con una fruición desesperada, aquella almendra exquisita. Acaricié sus senos, los agarré con fuerza y deposité mi pene entre aquellas dos montañas, moviéndolo hacia adelante y hacia atrás, con progresiva rapidez.
Cada vez que la punta de aquel misil contactaba con la superficie de su lengua, en mí se producía una explosión de placer. No sé cuánto tiempo duró aquello, sólo que me corrí en su boca, mientras el semen desperdiciado manaba de aquella gruta, que se ajustaba a la perfección a mi polla, como si fuese la resina de un árbol al que se le practica una incisión.
Aquella escena se repitió, con múltiples variantes, en los lugares más insospechados. Lo hicimos en los probadores de unos grandes almacenes, en un lugar poco transitado de una estación de metro, en un ascensor, en la azotea del edificio donde vivía… Pero parecía que nunca quedaba satisfecha, porque en cuanto acabábamos de hacerlo, y por lo tanto yo estaba exhausto, ella ya quería repetir de nuevo, y se abalanzaba sobre mi miembro como si fuese una naranja a la que aún se le pudiera sacar jugo después de exprimirla por completo. ¡Era insaciable!
Lo que decían de ella resultó ser dolorosamente cierto, ya que yo empezaba a sentirme agotado sólo con pensar en la posibilidad de acostarme con ella. Aquello no podía durar. Y poco a poco dejé de asistir a sus clases, no contestaba a sus llamadas, e intentaba por todos los medios no cruzarme con ella. No me quedaba más remedio, si quería llegar a viejo, ya que sentía que ella me estaba quitando la vida.
Empecé a tener un sueño que se repetía con una malsana frecuencia, en el que unos ojos se me acercaban en la oscuridad y, sin tiempo de gritar, unos afilados dientes, se clavaban por todo mi cuerpo, causándome un dolor que no me abandonaba hasta unos segundos después de despertar. Pasó el tiempo, y llegué a olvidarme de ella. Yo había conseguido acabar —no sin muchas dificultades— la carrera de medicina, y había instalado una consulta en mi propia casa.
Profesionalmente no me iba mal, aunque en el plano personal la cosa era distinta. Aunque las mujeres se peleaban entre sí para conseguir una cita conmigo, ninguna duraba en mi mente más que algunas semanas, y eran indiferentes a mi exacerbado deseo. Ángela había puesto el listón demasiado alto. No obstante, todos mis deseos convergían hacia el mismo objetivo: casarme y fundar una familia. Pero Ángela, desde luego, estaba descartada para mi noble y social proyecto de vida, aunque por las noches, en mis fantasías, ella volvía a aparecer, y aquel primer encuentro en la enorme sala de la facultad, al fondo de aquel misterioso corredor, constituía el único alimento que mi libido hambrienta aceptaba.
Continuara...